Hace un tiempo escribí algo sobre pájaros que brillan y estrellas que vuelan. Hace también otro poco de tiempo estuve en el dentista. Una cosa no tiene que ver con la otra, pero no me importa. Que una cosa no tenga nada que ver con la otra, a veces hace que sí tengan que ver.
En la salita de espera habían dos niños: una niña y un niño. Estaban bastante asustados, y cómo no. Los dentistas asustan, a mí también me dan su poco de miedo. Sobre todo por su exceso de imaginación. Inventan problemas y cirugías y brackets y todas esas cosas.
En un televisor pequeño pasaban el programa de la señora dominicana, la gorda, cuyo nombre ahora mismo no recuerdo. Y eso añadía a mi hastío. Pero la secretaria era linda, como pocas secretarias. Nunca había visto a una secretaria linda, debe ser porque nunca voy a lugares donde las haya. Hasta me dieron ganas de ir al dentista más seguido, pero no. Tampoco tanto.
A los quince minutos -más o menos- se abrió la puerta y, como cada vez que se abre una puerta miro, miré. Entró una señora mayor, delgada y con el pelo teñido. Les sonrió a los niños y ellos respondieron a aquella sonrisa.
Conversó con la secretaria con soltura, casi con familiaridad. Quizá vaya mucho allí. Las madres de ambos niños (se me había olvidado mencionarlas) tenían cara de pocos amigos, y yo no era la excepción. Sobre todo por el televisor. De improviso la señora mayor sacó una bolsa transparente que dejaba entrever unas cosas de colores que no supe qué eran hasta un rato después.
Hacía un frío peludo, como en toda oficina de este país, cosa absurda y más absurda allí. Yo estaba cerca de la puerta de cristal y al otro lado de la calle vi a un hombre que se secaba el sudor de la frente.
En la bolsa había origamis. La señora los desparramó en la silla que estaba a su lado y con la mano invitó a los niños. Jugaron por un rato. Y también aprendieron a hacer su figurita. La señora era bastante rara, por un momento no supe si ella era la niña o ellos los viejitos, o ella los igualaba, o cada uno continuaba siendo cada uno.
Después de ponerme los espejuelos pude ver que las figuritas eran pajaritos, -más bien parecían gansos, y estrellas. Una vez me trataron de enseñar a hacer esos pájaros, pero me despisté y no aprendí.
Pasaron unos minutos y la secretaria llamó a los niños para ser atendidos, al rato me tocó a mí. Antes de entrar la señora me llamó con un psss y me regaló una estrella. –Hay que compartir. El que no comparte, pierde la mitad de la vida– dijo y sonrió. Yo no supe qué hacer y dije –gracias– y también sonreí.
Salí de la consulta y de las manos de una enfermera buena gente que me contó muchas cosas de su vida y yo con la boca abierta de par en par, y la señora de los pajaritos: kaput, no estaba.
Miré por última vez a la secretaria, pero no se dio cuenta porque hablaba por su celular, y cuando le gente habla por esos aparatos no miran. Igual me fui contento, a pesar de que me encontraron una carie. La estrellita la guardé en mi bolsillo izquierdo. Afuera el sol calentaba mucho y al poco rato me tuve que secar el sudor de la frente.