Las paredes color gris combinaban con los uniformes. La misma comida de todos los días les causaba un rechazo automático en el estómago. A las cinco de la tarde se les permitía una hora de recreo, el resto del día se las inventaban para no volverse viejos prematuros. Por ejemplo: Jaime jugaba en una esquinita con dos canicas que Juan le había regalado antes de partir. A Julieta le gustaba dibujar. Siempre se las ingeniaba para dibujar en cualquier pedazo de papel. Lo más que le gustaba era hacer soles y florecitas con una crayola amarilla que le había obsequiado Jorge cuando se fue. En el orfanato, cada vez que uno de los niños se iba, entre ellos se dejaban pequeños recuerdos. Faltaba poco para el lunes, día en que todos se irían a una nueva casa con nuevos padres. Y encontrarían tal vez una nueva mascota, nuevos vecinos, nueva comida. Era lunes.
Blanca era otra de las niñas que esperaba impaciente en el pasillo a que llegaran los nuevos futuros padres. Se acercaba la hora. A todos le sudaban las manos, unos se rascaban la cabeza o se mordían las uñas desesperados. La espera era eterna.
Llegó la hora y los nervios no faltaron. En pocas horas no quedó ningún niño en el orfanato, salvo Blanca sentadita en el pasillo con una crayola, dos canicas y un dibujo de un sol enorme con un par de florecitas amarillas.