miércoles, 25 de febrero de 2009

El bhúo

La noticia me llegó desde la fila de atrás. Unos chamacos de la escuela del pueblo hablaban y repasaban las estupideces cotidianas hasta que uno, al que no le vi la cara, interrumpió -Se murió el bhúo-.
Los otros tres hicieron silencio. Más tarde bromearon con aquella verdad para achicarla y hacerla más liviana, menos irremediable. Lo cierto es que me jodieron el día. Porque yo no tengo esa capacidad de hacer las cosas portátiles, de bolsillo.
Con el bhúo no crucé nunca una palabra en los siete años en que tomé su guagua. Tampoco creo que hiciera falta.
La diferencia estaba en que su mutismo se debía a su falta de dientes, y a su tristeza prehistórica. El mío era otra cosa. Además, treinta años tras aquel volante fueron el tiempo necesario para que no le interesara quién iba o dejaba de ir en su guagua. Los chamacos ya se habían bajado. Mi parada estaba cerca y por suerte una señora gritó el mismo destino y me ahorró el gasto innecesario de saliva. La guagua se detuvo. El nuevo chofer, un poco más joven y sonriente todavía, nos deseó un buen día. No contesté.