viernes, 8 de abril de 2011

Un libro inmerecido


a: Silvia, en donde esté


“Uno no tiene los libros que quiere, tiene los que merece”, me dijo una vez un amigo, en un arranque que parecía sacado de algún diálogo literario. No sé si él, -mi amigo- tenga razón. Existen las bibliotecas que se usan de adorno, como los pianos de cola que embellecen salas esplendorosas en casas donde nadie toca. Quizá lo soltó como una excusa bonita ante la impotencia de no poder leer lo que él quería a causa de su precariedad económica por preferir astutamente, en cambio, un par de cervezas con una muchacha, al desajuste que significaría el libro que se quiere leer.
Lo cierto es que mi amigo ya no está. Y no porque se haya muerto, sino porque hace mucho que le perdí el rastro. Pienso en él, en mi amigo, después de haber hojeado un libro del señor Benedetti que leí hace varios años: “El cumpleaños de Juan Ángel”. Del libro no me quedó ninguna imagen en pie. Con el tiempo los libros van dejando menos imágenes en pie, entonces hay que releer, porque así de finita es nuestra memoria.

Este libro, sin embargo, es el que más atesoro, no porque me haya gustado, lo atesoro por su dedicatoria. Lo compré en La Librería Mágica y ya el nombre de la librería encaja perfectamente con el cariño que le tengo al librito. Por costumbre, si los libros son usados, no veo las primeras páginas hasta que estoy en mi casa. Siguiendo el ritual, descubrí lo sorpresiva que aquella manía podría llegar a ser.
“Dic. 1976. Con renovada confianza en nuestra victoria definitiva, lo felicita con mucho cariño. Silvia (su pajarito)”. Transcribir estas palabras al Word es una desfachatez, pero no hay otra manera. Con pulso seguro y una letra redonda, un poco infantil, estas líneas me dejaron congelado. Por un par de horas, recostado, no pude hacer otra cosa que redescubrir lo imperfecto que es el techo de mi casa.

Y hace un rato, releyendo la dedicatoria, volvió un poco de aquella misma sensación. Distinta, eso sí. Pero similar a fin de cuentas. Inevitablemente no puedo dejar de sentirme un intruso teniendo en mis manos un libro que le fue dedicado a otra persona con tanta ternura indecible, en una fecha tormentosa, hace más de treinta y cinco años. ¿Se merece uno, entonces, los libros que tiene? Cada vez lo voy sabiendo menos.

Este libro, sin embargo, merecido o no, es uno de los que más preguntas me ha provocado. La fecha y la dedicatoria hablan solas. Pero, ¿cuál es el nombre de la persona a la que se lo dedica? ¿Acaso importa saber ese nombre? ¿Qué aportaría? ¿Será hombre, mujer? ¿Silvia, será uruguaya? ¿Estará viva? ¿Habrá sobrevivido la dictadura? ¿Le habrá dado alcance a su victoria definitiva? Y ¿qué hace ese libro en una librería de Río Piedras? ¿Por qué su dueño no lo conservó? ¿Qué razón tuvo para dejarlo ir? ¿Por qué llegó a mis manos esa copia y no otra?
Son preguntas obvias, vanas, sin respuesta y que podrían extenderse infinitamente.
Si tuviese la oportunidad le devolvería el libro a Silvia, pero no puedo. Aparte, tampoco sé si lo recordara ahora, y ya tampoco lo sabré. Le daría las gracias. Porque, aunque del libro ya no me acuerdo, adentro contiene otro libro que es al que más afecto le tengo. Por impreciso, por lo terrible o mágico de la historia que esconde. Si tuviese alguna noticia de mi amigo le hablaría del libro, le diría que a esta altura me importa poco merecerlo o no.