lunes, 9 de enero de 2012

anotación #13

primero la necesidad de otro fuego/
más tarde el breve crepitar/
una mínima lumbre que respira a cada bocanada/
a cada boca/ nada/
a lo sumo la huella o la ausencia de tu lápiz labial/
a lo sumo un fantasma que se escapa/
el amor dura lo que un cigarrillo/

domingo, 13 de noviembre de 2011

Hormigas

Abro la ventana para que se ventile el cuarto. No llueve. Antes llovía. Hasta hace un rato. Pero ya no. Y ahora la humedad. Así es el trópico. Más tarde tal vez prenda el abanico. Primero tengo que afeitarme. Explotarme un barrito que palpé en mi frente al despertar. N. se fue. En eso habíamos quedado. Ella trabaja. Y tiene copia de la llave. Yo también trabajo, pero no en fines de semana. He vuelto a la cama. Me gusta ver la ciudad al despertar. Sin importar la hora. Es la única vez en el día en que me gusta la ciudad. Al asomarme por primera vez a la ventana. Digo ciudad. Pero debería decir vecindario. Hoy no tengo mucho que hacer. Y eso está muy bien. Se necesita tiempo para no hacer nada.

Ahora doblo la almohada debajo de mi cabeza. Si no lo hago me vuelvo a dormir. El techo de esta casa no me gusta. Es demasiado limpio. Muy perfecto para mi gusto. Prefiero las irregularidades. Desde la ventana se escucha una sirena policíaca. Se hacen más frecuentes cada vez. También un perro ladra. El sol ha salido de nuevo. Antes llovía, dije. Pero ahora la luz es diferente. No sé exactamente cómo. Pienso en N. Pienso en cómo estará. Son muy duros los domingos cuando se trabaja. Me gustaría tenerla ahora a mi lado. Hundir mi mano en su pelo. Entrelazar los pies. Compartir el mismo mal aliento.

Tendría que comer algo. Pero para eso debo tener la boca limpia. Y no tengo ganas. Tampoco tengo mucha hambre. En la nevera hay salmón. Me salió caro ese filete. Pero es un buen filete. De Chile. Tiene un color impresionante. Lo elegí con poca grasa. Lo ideal sería comerlo en sushi. Pero no sé hacer sushi.

Ya.

Debo levantarme. Ahí vamos. Joop. Siempre me levanto así. De un salto. Últimamente me duelen las piernas. Debería correr. Como antes. Pero, a ¿qué hora? ¿Qué día? Correr solo es aburrido. Y N. prefiere los pilates a trotar en la pista. Tampoco tengo un iPod para atarme al brazo. En el espejo del baño hay manchitas blancas. ¿De dónde salen? Soy muy cuidadoso al lavarme. No me refriego como un loco. Les paso el dedo y no salen. Ahora. Con un paño sí salen. Es época de hormigas. Hay muchas pero no las mato. Que vivan tranquilas. Aunque tranquilas no viven. Trabajan todo el tiempo. Las he visto. Ellas no lo saben. Pero yo las veo. ¿Sabrán que hoy es domingo? Yo sí. Y se parece a esto.

domingo, 6 de noviembre de 2011

al salir de casa

al salir de casa enciendo las luces/
para simular que alguien espera.

jueves, 6 de octubre de 2011

niños

de niño ningún niño, que se sepa, aspira que lo recuerden, a esa altura se espera todo, cualquier cosa, salvo ese final inútil. pero conozco hombres que toman fotos y escriben libros, o regalan una piedra como abalorio valiosísimo, y hasta se reproducen frenéticamente, incluso con ternura. es de estos hombres el empeño, la vanidad de durar. le pertenece, por ello, a cualquier niño la capacidad de ser infinito.

martes, 2 de agosto de 2011

Failed

Parecería como si las tormentas, ese milagro contenido en feroz mezcla de agua, viento y nubes, fueran nuestra única salvación, nuestra posterior posible resurrección. En esta isla se veneran los desastres naturales, se les implora una visita, alguna limosna, por mínima que parezca. Los primeros pobladores también idolatraban, pero no del mismo modo. Guabancex, Boinayel, Márohu, por ejemplo, eran adorados, respetados, pero también temidos. El temor nuestro tiene otro rostro. Aquellos eran divinidades; no la salvación.

Hoy no hubo tormenta. Y acaso ese signo sea la certeza de que alguien o algo nos ha abandonado, porque no es necesario, porque aquí las tormentas, los huracanes ocurren, aunque no en forma de lluvia.

lunes, 6 de junio de 2011

Los hijos

Los hijos se van, y aunque nunca se sabe cómo, es importante dejarlos ir. Dejar ir no es desprenderse, un tanto más es como querer desde el otro extremo. Mi hermano se fue. En silencio, mis viejos lo extrañan. Ella duerme pasado el mediodía, más de una vez ha saltado la ocasión de teñirse el pelo. A veces se le olvida y pone otro par de cubiertos en la mesa.
Él hace lo propio. Organizándole un par de discos que dejó, se magulló el brazo con el borde del escritorio. No fue nada, dijo. No me duele. Pero le quedó una marca notable, fea, y con sangre coagulada adentro. Tengo la piel de cebolla, se excusó. Y quizá eso sea la vejez. Vivir en calma, fervorosamente con aquello que no está.

viernes, 8 de abril de 2011

Un libro inmerecido


a: Silvia, en donde esté


“Uno no tiene los libros que quiere, tiene los que merece”, me dijo una vez un amigo, en un arranque que parecía sacado de algún diálogo literario. No sé si él, -mi amigo- tenga razón. Existen las bibliotecas que se usan de adorno, como los pianos de cola que embellecen salas esplendorosas en casas donde nadie toca. Quizá lo soltó como una excusa bonita ante la impotencia de no poder leer lo que él quería a causa de su precariedad económica por preferir astutamente, en cambio, un par de cervezas con una muchacha, al desajuste que significaría el libro que se quiere leer.
Lo cierto es que mi amigo ya no está. Y no porque se haya muerto, sino porque hace mucho que le perdí el rastro. Pienso en él, en mi amigo, después de haber hojeado un libro del señor Benedetti que leí hace varios años: “El cumpleaños de Juan Ángel”. Del libro no me quedó ninguna imagen en pie. Con el tiempo los libros van dejando menos imágenes en pie, entonces hay que releer, porque así de finita es nuestra memoria.

Este libro, sin embargo, es el que más atesoro, no porque me haya gustado, lo atesoro por su dedicatoria. Lo compré en La Librería Mágica y ya el nombre de la librería encaja perfectamente con el cariño que le tengo al librito. Por costumbre, si los libros son usados, no veo las primeras páginas hasta que estoy en mi casa. Siguiendo el ritual, descubrí lo sorpresiva que aquella manía podría llegar a ser.
“Dic. 1976. Con renovada confianza en nuestra victoria definitiva, lo felicita con mucho cariño. Silvia (su pajarito)”. Transcribir estas palabras al Word es una desfachatez, pero no hay otra manera. Con pulso seguro y una letra redonda, un poco infantil, estas líneas me dejaron congelado. Por un par de horas, recostado, no pude hacer otra cosa que redescubrir lo imperfecto que es el techo de mi casa.

Y hace un rato, releyendo la dedicatoria, volvió un poco de aquella misma sensación. Distinta, eso sí. Pero similar a fin de cuentas. Inevitablemente no puedo dejar de sentirme un intruso teniendo en mis manos un libro que le fue dedicado a otra persona con tanta ternura indecible, en una fecha tormentosa, hace más de treinta y cinco años. ¿Se merece uno, entonces, los libros que tiene? Cada vez lo voy sabiendo menos.

Este libro, sin embargo, merecido o no, es uno de los que más preguntas me ha provocado. La fecha y la dedicatoria hablan solas. Pero, ¿cuál es el nombre de la persona a la que se lo dedica? ¿Acaso importa saber ese nombre? ¿Qué aportaría? ¿Será hombre, mujer? ¿Silvia, será uruguaya? ¿Estará viva? ¿Habrá sobrevivido la dictadura? ¿Le habrá dado alcance a su victoria definitiva? Y ¿qué hace ese libro en una librería de Río Piedras? ¿Por qué su dueño no lo conservó? ¿Qué razón tuvo para dejarlo ir? ¿Por qué llegó a mis manos esa copia y no otra?
Son preguntas obvias, vanas, sin respuesta y que podrían extenderse infinitamente.
Si tuviese la oportunidad le devolvería el libro a Silvia, pero no puedo. Aparte, tampoco sé si lo recordara ahora, y ya tampoco lo sabré. Le daría las gracias. Porque, aunque del libro ya no me acuerdo, adentro contiene otro libro que es al que más afecto le tengo. Por impreciso, por lo terrible o mágico de la historia que esconde. Si tuviese alguna noticia de mi amigo le hablaría del libro, le diría que a esta altura me importa poco merecerlo o no.

martes, 15 de marzo de 2011

Él barre

a mi amigo lalo, que es mexicano y buena gente.

Él barre y yo lo veo barrer. También habla, en modo automático, para nadie o para sí mismo. Hago que lo escucho, pero me fijo más en un caracol pegado al muro que está justo antes de un limonero enfermo, cerca de las matas de plátanos. Dice que en Japón ha muerto mucha gente, que en Chile se han derrumbado muchas casas, que hace un año también lo habían hecho. Yo le digo que no barra, que barrer es inútil. Entonces una hormiga molesta al caracol y el caracol mueve sus antenas, supongo que un poco enojado. Figúrate, esto que es una isla, se inundaría todo. Menos nosotros, le digo. Sí, por lo menos aquí no pasaría nada, dice. Por aquí nunca pasa nada, pienso.

Las hojas suenan y es bonito oírlas crujir. Ha barrido una parte considerable de ellas, con las hojas se mezclan unos capullos diminutos que caen desde los árboles. Es raro ver barrer. Es raro ver a alguien ocupado en algo, parecería como si estando, el otro no estuviese. O como una escena muy bien lograda en una película, pero no exactamente. The life of others, por ejemplo. Ahí el que espía se enamora de los gestos, de la vida del espiado, entonces uno quisiera tener la soltura del otro, presenciar siempre eso, la naturaleza de lo cotidiano. Yo por eso casi no veo películas, porque en ellas busco que se logre eso, y eso casi nunca pasa. Prefiero esto de ahora, saber que él barre. Saber que enfrente hay un caracol.

lunes, 14 de marzo de 2011

El hechizo

A pesar de la hora, tenía ganas de llamarla para decirle que había roto el hechizo, que por fin había escrito algo, que hace mucho no lo hacía. Tenía ganas de llamarla para contarle que había escrito sobre un hombre que había roto el hechizo, que por fin había escrito algo, que hace mucho no lo hacía.

miércoles, 26 de mayo de 2010

anotación #12

Cuando los fines
se queden ya sin fin
nacerá algún comienzo.